sábado, 11 de junio de 2016

Adiós Venezuela, hola Chile.


Luego de una larga pausa, decidí desempolvar el blog. Esta vez el post tendrá un toque más personal, más experiencial y descriptivo desde lo más subjetivo. Sin embargo, trataré de no perder el estilo con el que he venido escribiendo, pero este sin duda se trata de mí.


Hace más de un año tomé una decisión trascendental e importante para mi vida: emigrar. No, no soy la única -ni este el único post al respecto- y actualmente en Venezuela existe una gran cantidad de jóvenes (y no tan jóvenes) que han optado por cambiar el camino y trazarlo fuera de donde nacieron. La verdad "siempre quise irme", desde hace años tenía la idea que Venezuela no era el mejor país para surgir, pero cuando eres adolescente haces lo que tus padres te dicen y te dejas llevar por la masa, te encuentras como en una especie de burbuja donde desconoces realidades políticas o socioeconómicas, donde tu única responsabilidad es estudiar y ver en qué matar tu tiempo libre. Ahora, a casi 25 años de mi vida, comenzó la verdadera independencia.

El proceso de escoger el país fue el menos difícil, aunque no se me había cruzado por la mente quedarme en latinoamérica. Me gusta Europa y hubiera querido emigrar a Italia, por ejemplo. Pero cuando vas a emigrar no basta con que te guste el país, también toca mirar las posibilidades de trabajo y calidad de vida que puedas tener en el mismo. Luego de reconsiderarlo y discutirlo con las personas más importantes para mi, con esfuerzo y sacrificios, finalmente decidí comprar un boleto a Santiago de Chile.

Allí ya sabía que me iba, que lo iba a dejar todo por tener un futuro mejor. Y así pasaron los meses, meses donde estuve -obviamente- sometida a la burocracia venezolana. Trámites por aquí, trámites por allá. Viajando de Maracay a Caracas hasta tres veces en una semana. Gastando hasta el último bolívar para cancelar los aranceles correspondientes; pidiéndole ayuda a mis amigos y familiares y junto con ello había una verdad que cada día se hacía más real: me iba a separar de ellos. Y sí, fue lo más complicado. Las despedidas nunca han sido mi parte favorita de la historia, les huía por el dolor que producen, y sabía que esta sería la despedida más larga y dolorosa de todas.

Llegó el día de mi último cumpleaños en Venezuela, el más extraño que he tenido,  y así eran muchos días, extraños y cargados de estrés. Agradecí la visita de uno de mis mejores amigos, una salida al cine, una pequeña torta de auyama y más tarde una de piña. Un día atípico y hasta problemático, manteniendo en mi mente la misma idea: falta menos para irme. Prepararse para un viaje tan largo cuando nunca habías salido del país me generaba angustia. Más adelante tomé otra decisión: viajar antes a Santiago y regresar a Venezuela. En mi plan de "necesito dinero para sobrevivir allá sin trabajo" decidí venir en octubre de 2015, a adelantar algo, a ver cómo era todo acá. Sólo 15 días... Y por mala suerte, sin cupo. "Gracias" al Banco de Venezuela que en ese momento me pintó una hermosa ave. Pero en fin, como todo venezolano, resolví y la pasé genial. Como turista la disfruté muchísimo, no vi sus defectos, Santiago me pareció el ideal para mí.

Diciembre fue el último mes allá, hasta el 15 de ese mes estuve haciendo trámites (empezando "con tiempo", en abril del mismo año) y ya una vez todo ordenado, quedaba disfrutar. Para ese momento no había tristeza, sólo nostalgia. Mi papá feliz de que iba a surgir, mi mamá evadiendo la tristeza y tratando de sonreír porque le dolía que su hija mayor se fuera de casa. Mi novio como siempre, "nos vemos después. Para mi nada ha cambiado" (aunque él no podía calcular el dolor que me causaba dejarlo allá). Y así llegó el 11 de enero de 2016, el último día en Venezuela. La noche anterior prácticamente no dormí, la ansiedad se había apoderado de mi, me despedí de mi sobrino -y todavía duele- con un beso, un abrazo y un buenas noches, tal como cada día. Él a sus dos años no podía entender que no iba a ver por mucho tiempo a su titi, pero tendré la oportunidad de explicarle que también me fui por él, porque también merece un futuro mejor.

Camino a Maiquetía todavía no había hecho consciente que ya no iba a ver a mis padres, a mis amigos y a mi novio. Por el hábito que tenía de viajar constantemente dentro del país, era "normal" para mi un viaje más... Hasta que subí al avión y llegué a mi primera escala: Bogotá, Colombia. Todo lo que no lloré durante meses, lo hice en la sala de espera para embarcar a Santiago. Veía fotos, reía y lloraba al mismo tiempo. La incertidumbre me estaba matando. Porque sólo sabía cuánto dinero tenía y quién me iba a recibir, pero no sabía qué iba a venir después. Allí empezó la aventura. Una vez en el Aeropuerto Internacional Arturo Merino Benítez, seguía con los ojos hechos un mar. Allí me recibió uno de mis amigos -quien había emigrado meses antes- y después de su abrazo supe que no había vuelta atrás. Ya había dejado todo. 

Hoy son 5 meses desde ese día. Y de todo ha sucedido: ya he tenido cuatro empleos diferentes, me he mudado dos veces, gente desconocida me ayudó sin pedir nada a cambio, otros me ayudaron para después cobrarlo en pesos, amigos en la distancia con quienes me reencontré, y ni hablar de las nuevas personas en mi vida: chilenos, peruanos, ecuatorianos, haitianos, uruguayos, bolivianos y colombianos, donde unos se han quedado, otros decidieron retirarse, otros me insultaron, otros me alejaron. Pasar de una "colchoneta" a una cama decente, pasar de lavar platos a una oficina, pasar de tener tiempo para todo a no tener tiempo para nada, estirar el dinero y que realmente alcanzara; no poder creer que podía caminar con el teléfono en la mano, hacer un mercado modesto y que me quedara vuelto, poder ir a comprarme un par de zapatos, una chaqueta para el frío o almorzar en la calle.

Siempre me preguntan cómo es vivir en Santiago, cuánta plata hay que traerse o qué tan fácil es encontrar trabajo y estar legal. Y es como este post: una experiencia propia. Hay casos de casos, y todos guardan en común lo diferentes que son. Yo no me traje 10.000 dólares ni esperé 6 meses por mi visa, no odio el acento chileno ni he pensado en regresar a Venezuela porque no me adapté. El chileno es como lo quieras ver, hay unos muy "patudos" -como dicen acá- y hay otros que son "la raja". Me he acercado a los correctos y me he alejado de quienes sólo restan. Las personas siguen siendo personas, cambia el contexto, cambian las condiciones, pero al menos yo, me siento como en casa.

A mi juicio lo mejor de emigrar ha sido la enorme diversidad de experiencias, el cambio en mi personalidad, el no importarme no ejercer mi profesión formalmente -por ahora- porque estoy tranquila, porque tengo apoyo, porque hay gente que "no me deja morir". Y sobre todo, el poder ser útil para mi familia aunque no esté con ellos. Pasar de sentirme sola a sentirme acompañada, por la gente con la que convivo, por mi compañeros de trabajo, incluso por algún conserje del edificio que nunca olvida desearme un bonito día. Hoy digo sin miedo que valió la pena emigrar, y que lo volvería a hacer si fuera necesario. Hoy soy otra persona, aunque conservo mis defectos, mis virtudes se han hecho más notables. Ahora tengo una vida mejor, y estoy feliz con ella.



domingo, 3 de enero de 2016

¿Por qué despedirnos?




Ana es una chica que detesta las despedidas, para ella cuando se acerca el decir "adiós" representa un gran malestar, tanto físico como mental. Empieza a sentirse ansiosa y arma estrategias e inventa excusas para alargar el momento, olvidándose de todo lo demás para concentrarse en no alejarse de esa persona, de ese buen rato. La tristeza que le genera despedirse es directamente proporcional a su nivel de apego, cree que no es sano estar lejos de quienes amas porque ha aprendido desde pequeña que estar junto a sus seres queridos lo es todo. ¿Cómo explicarle a Ana la ventaja de despedirse? ¿Cómo hacerle entender que un adiós podría ser más un hasta pronto? Ella suele conservar hasta la envoltura del último chocolate obsequiado por su novio, a sus veinte y tantos se ha despedido muy pocas veces, la verdad es que cuando lo ha hecho fue porque el otro espetó "Ana, debo irme. Adiós", y allí se activa su malestar. No tolera la frustración que le da tener que dejar ir, o mejor dicho, que la dejen ir. 

En nuestra cultura estamos habituados a despedirnos, pero se ha entendido como algo doloroso. La mayoría de las veces se experimenta de esta manera, por ejemplo, cuando muere un familiar, hay una ruptura de pareja, nos vamos de casa de nuestros padres, emigró un amigo o nos arrebataron el teléfono en la calle. Los apegos no son sólo a las personas o animales, también a las cosas. Aferrarse a ello podría interpretarse como una sensación de seguridad y protección, y así es más fácil depender. Decir adiós a quien no queremos decírselo preocupa hasta al más "desapegado", porque somos personas que sienten y crear vínculos es una habilidad innata. Empezamos con la madre y así vamos con cada ser significativo. ¿Y si hubo abandono a temprana edad? pues habrá mayor susceptibilidad a crear apegos, a temer soltar, a no despedirnos.

El apego de Ana es desproporcionado, le hace más daño que la idea de despedirse. Sería interesante si nos colocáramos en el lugar de ella y sintiéramos lo que siente cuando llega el momento de decir adiós: duele, ¿no es así? Ahora, la intensidad de ese dolor puede variar de acuerdo con el valor dado a esa persona, animal o cosa. Siempre que sea más significativo, más intensa será la emoción. De eso vivimos, del placer y del displacer; lo que nos gusta, lo que nos disgusta. Eso que nos agrada o no va formando parte de nuestra identidad, al punto de que otros relacionan eso con nosotros. En este mismo sentido, cuando nos conectamos emocionalmente con alguien/algo como no lo hemos hecho con otro, se va edificando una estructura afectiva que podría ser difícil de derrumbar, logrando que nos aferremos tanto que ni los años podrán deteriorarlo.

¿Has tenido a alguien de quien no te despediste y no volvieron a verse? ¿Has desechado algo sin haberle dicho "te boto porque no te necesito"? Pareciera tonto, pero es un ejercicio simbólico muy efectivo. Aprender a despedirnos garantizará que ese dolor a futuro no sea tan intenso, que sea manejable y comprensible, porque decir adiós es parte de la vida. Aún en la conversación más simple con un desconocido, practicar las despedidas te hace fuerte ante ellas, te prepara para lo que vendrá pues no es posible predecir en qué momento llegará el día de decir adiós sin marcha atrás.

En este punto no se trata de las etapas propias de un duelo, que es donde mejor entendemos el apego y cómo sobrellevar la experiencia, se trata del acto en sí de despedirse; de la experiencia de marcharse aún con la esperanza de volverse a ver. A Ana le duele mucho cuando siquiera piensa en despedirse, lo más seguro es que desconozca que el dolor también sirve de aprendizaje, que evitarlo lo intensifica cuando regresa y que resulta mejor saber que está y que en un momento se irá. 

Sí, el dolor sabe despedirse tal como cualquier otra emoción, como bien dijo Jean Paul Sartre: "la emoción no es un accidente, es un modo de existencia de la conciencia, una de las maneras por las que comprende su ser en el mundo" Sentir nos permite recordar que existimos, sin importar si duele mucho o poco, es la forma de conectarnos nuestro ser con el mundo. Despedirse es sólo una acción de muchas contra el apego, pero sobre todo a favor de sentirse libre y en paz con lo que se es y se tiene y con lo que no se es y no se tiene.

Evadiendo la realidad



Hace un par de días estuve conversando con tres personas desconocidas en algún lugar de Caracas, entre ellas había una señora de unos 45 años exponiendo su punto de vista acerca de la situación actual que atraviesa el país, "la crisis" como muchos le llamamos. Pero para esta mujer reconocer la realidad que la golpea todos los días le era difícil, por un rato lo admitía, por otro lo justificaba o simplemente lo negaba. No hacía contacto directo con lo que gran parte de los venezolanos vivimos a diario. Con esto ni siquiera me refiero a una realidad política, no, es más una realidad cotidiana, esa realidad de la que no podemos separarnos porque hay que comer, trabajar, salir a la calle, etc. En este sentido, llamó mi atención que aún pudiendo tener un criterio sólido, algunas personas optan por evadir, contradecir y echar a un lado la realidad para quedarse fijadas en sus ideales. ¿De dónde viene esto, a qué se debe y cómo manejarlo?

Las ideas son intangibles pero forman parte de nuestra personalidad, nos definen en cierto modo e influyen significativamente en nuestro comportamiento. Para bien o para mal, tenemos un juicio acerca de lo que percibimos a través de nuestros sentidos, existe una opinión, una postura sobre cualquier cosa, persona o situación y constantemente debatimos con otros quienes también tienen ideas y calificamos como objetivo o subjetivo lo que mostramos y lo que nos muestran. Es todo un laberinto de palabras, pues cada quien percibe como puede (o como quiere) y no siempre estamos de acuerdo el uno con el otro. Es aquí donde comienza la maravilla de ser diversos, ahora, también es cierto que un pensamiento convertido en una creencia podría salvar o acabar con nuestro estilo de vida. 

Para la señora en cuestión, sus ideales representaban su ser, tanto o más que la realidad, muy subjetiva, muy emocional. De allí viene la conexión que tenemos con lo que creemos: en qué medida nos moviliza emocionalmente, nos toca y forma parte de nosotros. El ideal existe sólo en nuestra mente, los más soñadores sabemos lo cierto que es esto: el imaginarse un mundo mejor y hasta perfecto de acuerdo con nuestro criterio, disfrutando de la fantasía hasta que un día nos topamos con la realidad, que no siempre es tan presentable pero que sin duda nos acerca más a regular nuestras expectativas, las cuales en ocasiones se salen de control y nos llevan inevitablemente al fracaso.

No, no estoy en contra de soñar. Los ideales movilizan pero a veces lo hacen en la dirección equivocada, lo que significa que no sólo podría afectarte personalmente sino también al colectivo, ¿por qué? porque el idealista comunica lo que cree, y desea que otros compartan lo que piensa, formándose así una comunidad que sigue una creencia en particular. El problema sobreviene cuando se desconecta de lo real, de lo comprobable y verificable, allí comienza la contradicción y no nos damos cuenta hasta que sucede algo que destroza por completo lo que creíamos, y eso es lo que duele, eso es lo que evitamos con tanta insistencia.

Evadir la realidad nos ubica en una zona de confort que no estamos dispuestos a abandonar, porque tememos sufrir y saber que lo que creíamos nada más se encontraba en nuestra mente. Para cada quien hay una realidad individual y también hay una realidad compartida, esa en la que todos sin importar raza, religión o posición socioeconómica, nos afecta. La tarea es mejorar nuestro autoconocimiento, ver hacia adentro y reconocer si estamos despiertos ante lo que sucede frente a nuestros ojos. Por ejemplo, ¿te has preguntado si comprendes lo que pasa a tu alrededor? Ir por la calle sin hacer contacto visual con nadie, caminando como en modo automático te desconecta de la realidad, te insensibiliza y te lleva a un comportamiento cuadrado y robótico. 

Si percibieras mejor lo que pasa dentro de ti y lo que sucede fuera de ti, de seguro disminuyera el nivel de contradicción, porque reconocerías que no puedes controlarlo todo sino sólo aquello que depende de ti: lo que piensas, lo que dices, lo que haces. Si tu idea es un país mejor, uno donde haya más valores, muéstralos y sé congruente. El otro aprende cuando te ve siendo amable, porque inevitablemente imitamos conductas, por eso si eres un buen ejemplo, irás viendo cómo deja de ser un ideal y empieza a ser real. Acércate a lo que no conoces, compara lo que crees con lo que ves, escucha más y oye menos, conéctate con otros, conócete mejor y así lograrás equiparar tus ideales con tus realidades. Muéstrale al mundo que se puede ser mejor, que se puede cambiar y que ese cambio empezó en ti.

sábado, 28 de noviembre de 2015

La decepción: lo bueno, lo malo y lo feo.




En algún momento alguno de nosotros ha sido engañado por otro, sin importar el nivel de relación o confianza que se haya tenido con esa persona. Comúnmente experimentamos este sentimiento en las relaciones con amigos, familiares o pareja. Del uno al diez, más bien un once podría indicar el dolor psicológico que provoca decepcionarse de un ser querido, de quien esperabas respeto, honestidad, compresión y algún otro valor que considerabas existía en él, ahora, como no todo podemos controlarlo, el resultado de tantas expectativas fue nefasto y obviamente, decepcionante.

Conocer a alguien implica una intención activa y constante, sin llegar a niveles de la CIA o el FBI, es importante tratar de comprender el entorno en el que se desenvuelve el otro, cómo reacciona ante ciertos eventos y sobre todo la calidad de las relaciones que mantiene con los demás, incluyendo desconocidos. ¿A qué viene esto? pues teniendo una media verdad acerca de cómo es el otro, las expectativas podrán ajustarse mejor a la realidad. Sí, expectativas tenemos de todo y de todos, es una característica que nos define como seres sociales que nos relacionamos constantemente con nuestro ambiente. De esta manera será posible predecir si vale la pena o no arriesgarse a profundizar la relación, iniciar un nuevo proyecto, comenzar un negocio, entre otras decisiones que están sustentadas en el nivel de confianza y al mismo tiempo, en las expectativas de cada uno de los involucrados.

Vale decir que en esto no siempre se tiene éxito, por más observadores, en ocasiones afrontamos problemas a partir de la emoción o de una razón ciega y tomamos decisiones equivocadas, elegimos mal a ese amigo o a esa pareja, le dimos mucho de nuestro espacio y nuestro ser a ese familiar que no supo valorar la ayuda brindada o le abrimos la puerta de nuestra casa a alguien que parecía amable y resultó todo un desastre. Cuando la decepción llega, nacen miles de interrogantes que van rondando nuestra mente, agotando nuestras energías y dañando cada espacio vital, donde damos vueltas y más vueltas en torno a un "¿por qué -me- hizo esto?"

Lo bueno

Decepcionarse de alguien te hace despertar de ese letargo en el que te encontrabas acerca de tu apreciación sobre la personalidad del otro, te obliga a mirarlo tal como es, sin adornos y sin justificaciones. Permite que incluso puedas perdonar y soltar a tiempo una relación que te estaba llevando al fracaso, además de que puedes identificar en ti cuáles fueron tus fallas y si estas potenciaron el mal comportamiento del otro, es decir, te hace responsable de lo que vino de ti y borra las expectativas que creaste en base a un ideal que tenías sobre esa persona. La mayoría de las veces idealizamos tanto a alguien que esperamos más de lo que puede darnos y si te decepcionas de lo que creías que había y ahora descubres que te gusta (o no) más lo real y no lo ideal, ya no será tan decepcionante.

Lo malo

El malestar que genera descubrir que el otro no es lo que pensábamos, que cómo fue capaz de hacer lo que hizo y sobre todo, lo peor para el ego: ¿por qué a mi?, es de los sentimientos más incómodos y poco tolerables, sobre todo porque sobrevienen ideas cargadas de negatividad y culpa, autoagresión a nuestra propia autoestima y olvidar casi por completo que aunque el problema pudo haberse encontrado en nuestras expectativas, no es la causa del mismo; sin embargo, lo que viene puede ser peor porque nace una especie de barrera y un "vivir sin esperar nada de nadie" o "esperando siempre lo peor" que activa los mecanismos de defensa al punto de evitar relacionarnos para no ser heridos nuevamente. Aunque parezca tan natural como que si te muerde un perro no querrás volver a tocar uno, sugiere una generalización que podría alejarnos de alguien que sí vale la pena pero que de antemano le cerramos la puerta en la cara.

Lo feo

El aprendizaje es aquello que nos permite evolucionar o involucionar como personas, ¿por qué? porque al decepcionarnos de alguien lo que mayormente surge es la necesidad de colocar filtros y más filtros al momento de dejar entrar a alguien a nuestro espacio, es allí donde nuestros prejuicios cobran vida y se hacen más fuertes, alejándonos más, rechazando más, evitando más y aumentando el miedo, el resentimiento y la negatividad. Lo más común será escuchar personas lamentándose una y otra vez de lo horrible que fue confiar y ser traicionado, engañado y decepcionado por esa persona a la que consideraba leal, única e irrepetible. 

Y ahora, lo menos feo

Un aprendizaje significativo va más allá de una respuesta obvia ante un evento en particular -tal como el ejemplo de ser mordido por un perro-, porque de cualquier modo indica que se profundiza la experiencia, al punto de reconocer, identificar y modificar posturas habituales que te llevaban una y otra vez a confiar o a esperar demasiado y además darle la vuelta a esos filtros, convirtiéndolos en límites sanos que te dejen ser y dejen ser al otro. 

Las decepciones no van a terminar, seguirás esperando demasiado de quien probablemente te dé poco, pero mientras más lo aprendas, disminuirá su frecuencia. Ya no será tan doloroso, ya no será tan decepcionante.