Luego de una larga pausa, decidí desempolvar el blog. Esta vez el post tendrá un toque más personal, más experiencial y descriptivo desde lo más subjetivo. Sin embargo, trataré de no perder el estilo con el que he venido escribiendo, pero este sin duda se trata de mí.
Hace más de un año tomé una decisión trascendental e importante para mi vida: emigrar. No, no soy la única -ni este el único post al respecto- y actualmente en Venezuela existe una gran cantidad de jóvenes (y no tan jóvenes) que han optado por cambiar el camino y trazarlo fuera de donde nacieron. La verdad "siempre quise irme", desde hace años tenía la idea que Venezuela no era el mejor país para surgir, pero cuando eres adolescente haces lo que tus padres te dicen y te dejas llevar por la masa, te encuentras como en una especie de burbuja donde desconoces realidades políticas o socioeconómicas, donde tu única responsabilidad es estudiar y ver en qué matar tu tiempo libre. Ahora, a casi 25 años de mi vida, comenzó la verdadera independencia.
El proceso de escoger el país fue el menos difícil, aunque no se me había cruzado por la mente quedarme en latinoamérica. Me gusta Europa y hubiera querido emigrar a Italia, por ejemplo. Pero cuando vas a emigrar no basta con que te guste el país, también toca mirar las posibilidades de trabajo y calidad de vida que puedas tener en el mismo. Luego de reconsiderarlo y discutirlo con las personas más importantes para mi, con esfuerzo y sacrificios, finalmente decidí comprar un boleto a Santiago de Chile.
Allí ya sabía que me iba, que lo iba a dejar todo por tener un futuro mejor. Y así pasaron los meses, meses donde estuve -obviamente- sometida a la burocracia venezolana. Trámites por aquí, trámites por allá. Viajando de Maracay a Caracas hasta tres veces en una semana. Gastando hasta el último bolívar para cancelar los aranceles correspondientes; pidiéndole ayuda a mis amigos y familiares y junto con ello había una verdad que cada día se hacía más real: me iba a separar de ellos. Y sí, fue lo más complicado. Las despedidas nunca han sido mi parte favorita de la historia, les huía por el dolor que producen, y sabía que esta sería la despedida más larga y dolorosa de todas.
Llegó el día de mi último cumpleaños en Venezuela, el más extraño que he tenido, y así eran muchos días, extraños y cargados de estrés. Agradecí la visita de uno de mis mejores amigos, una salida al cine, una pequeña torta de auyama y más tarde una de piña. Un día atípico y hasta problemático, manteniendo en mi mente la misma idea: falta menos para irme. Prepararse para un viaje tan largo cuando nunca habías salido del país me generaba angustia. Más adelante tomé otra decisión: viajar antes a Santiago y regresar a Venezuela. En mi plan de "necesito dinero para sobrevivir allá sin trabajo" decidí venir en octubre de 2015, a adelantar algo, a ver cómo era todo acá. Sólo 15 días... Y por mala suerte, sin cupo. "Gracias" al Banco de Venezuela que en ese momento me pintó una hermosa ave. Pero en fin, como todo venezolano, resolví y la pasé genial. Como turista la disfruté muchísimo, no vi sus defectos, Santiago me pareció el ideal para mí.
Diciembre fue el último mes allá, hasta el 15 de ese mes estuve haciendo trámites (empezando "con tiempo", en abril del mismo año) y ya una vez todo ordenado, quedaba disfrutar. Para ese momento no había tristeza, sólo nostalgia. Mi papá feliz de que iba a surgir, mi mamá evadiendo la tristeza y tratando de sonreír porque le dolía que su hija mayor se fuera de casa. Mi novio como siempre, "nos vemos después. Para mi nada ha cambiado" (aunque él no podía calcular el dolor que me causaba dejarlo allá). Y así llegó el 11 de enero de 2016, el último día en Venezuela. La noche anterior prácticamente no dormí, la ansiedad se había apoderado de mi, me despedí de mi sobrino -y todavía duele- con un beso, un abrazo y un buenas noches, tal como cada día. Él a sus dos años no podía entender que no iba a ver por mucho tiempo a su titi, pero tendré la oportunidad de explicarle que también me fui por él, porque también merece un futuro mejor.
Camino a Maiquetía todavía no había hecho consciente que ya no iba a ver a mis padres, a mis amigos y a mi novio. Por el hábito que tenía de viajar constantemente dentro del país, era "normal" para mi un viaje más... Hasta que subí al avión y llegué a mi primera escala: Bogotá, Colombia. Todo lo que no lloré durante meses, lo hice en la sala de espera para embarcar a Santiago. Veía fotos, reía y lloraba al mismo tiempo. La incertidumbre me estaba matando. Porque sólo sabía cuánto dinero tenía y quién me iba a recibir, pero no sabía qué iba a venir después. Allí empezó la aventura. Una vez en el Aeropuerto Internacional Arturo Merino Benítez, seguía con los ojos hechos un mar. Allí me recibió uno de mis amigos -quien había emigrado meses antes- y después de su abrazo supe que no había vuelta atrás. Ya había dejado todo.
Hoy son 5 meses desde ese día. Y de todo ha sucedido: ya he tenido cuatro empleos diferentes, me he mudado dos veces, gente desconocida me ayudó sin pedir nada a cambio, otros me ayudaron para después cobrarlo en pesos, amigos en la distancia con quienes me reencontré, y ni hablar de las nuevas personas en mi vida: chilenos, peruanos, ecuatorianos, haitianos, uruguayos, bolivianos y colombianos, donde unos se han quedado, otros decidieron retirarse, otros me insultaron, otros me alejaron. Pasar de una "colchoneta" a una cama decente, pasar de lavar platos a una oficina, pasar de tener tiempo para todo a no tener tiempo para nada, estirar el dinero y que realmente alcanzara; no poder creer que podía caminar con el teléfono en la mano, hacer un mercado modesto y que me quedara vuelto, poder ir a comprarme un par de zapatos, una chaqueta para el frío o almorzar en la calle.
Siempre me preguntan cómo es vivir en Santiago, cuánta plata hay que traerse o qué tan fácil es encontrar trabajo y estar legal. Y es como este post: una experiencia propia. Hay casos de casos, y todos guardan en común lo diferentes que son. Yo no me traje 10.000 dólares ni esperé 6 meses por mi visa, no odio el acento chileno ni he pensado en regresar a Venezuela porque no me adapté. El chileno es como lo quieras ver, hay unos muy "patudos" -como dicen acá- y hay otros que son "la raja". Me he acercado a los correctos y me he alejado de quienes sólo restan. Las personas siguen siendo personas, cambia el contexto, cambian las condiciones, pero al menos yo, me siento como en casa.
A mi juicio lo mejor de emigrar ha sido la enorme diversidad de experiencias, el cambio en mi personalidad, el no importarme no ejercer mi profesión formalmente -por ahora- porque estoy tranquila, porque tengo apoyo, porque hay gente que "no me deja morir". Y sobre todo, el poder ser útil para mi familia aunque no esté con ellos. Pasar de sentirme sola a sentirme acompañada, por la gente con la que convivo, por mi compañeros de trabajo, incluso por algún conserje del edificio que nunca olvida desearme un bonito día. Hoy digo sin miedo que valió la pena emigrar, y que lo volvería a hacer si fuera necesario. Hoy soy otra persona, aunque conservo mis defectos, mis virtudes se han hecho más notables. Ahora tengo una vida mejor, y estoy feliz con ella.